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jueves, 10 de noviembre de 2011

EL FIN DE LOS CONVERTIBLES Y LA ERA DE LOS CAMIONES.

 Por Juan González Moras.

Agosto de 1999. Una vieja casa quinta en City Bell. La Pastoral Social de La Plata junta a toda la cúpula de la CGT de entonces y a uno veinte gremialistas más para conversar con Rocco Buttiglione, asesor personal de Juan Pablo II, filósofo, eurodiputado por la democracia cristiana italiana, ex ministro italiano, entre otras cosas.
Tema de conversación: la realidad argentina de cara las próximas elecciones presidenciales de fines de ese año. Realidad política y, fundamentalmente, económica.
Moyano participa desde una segunda fila de dirigentes que dejan hablar, primero, a la CGT.
Moyano interviene, promediando el encuentro, sólo para decir dos cosas. La primera, una denuncia contra el rol del sindicalismo argentino durante la década del 90. Algo que, para él, había contribuido decididamente en la situación económica y social que se vivía ya hacia mediados del 99. La segunda, deja a todos mirándolo sin saber qué decir: Moyano propone y argumenta que hay que salir de la convertibilidad, para lo cual había que armar una transición usando una “canasta” de monedas. Única posibilidad, insistía, de que en aquellos momentos, el país pudiera eludir lo que inevitablemente se veía venir y que, finalmente, vivimos a partir de julio de 2001. Las caras que lo miraron por un largo minuto sin decir palabra eran las del peronismo más tibio, vacío e impotente que yo vi en mi vida. Eran la resaca de aquello que alguna vez había sido potente y ahora acompañaba servilmente al caudillo bonaerense de turno para tratar de salvar la ropa.
Buttiglione atendió especialmente a las palabras del camionero y, de hecho, le hizo varias preguntas puntuales en torno a sus afirmaciones.
Buttiglione preguntó, finalmente, si esas eran ideas de todo el sindicalismo argentino. Pregunta cuya respuesta fue un cerrado silencio.
Nadie se atrevía a desafiar a la clase media argentina. Nadie era quien, en esos momentos, para ponerse en el lomo y llevar adelante lo que podría pasar, política y económicamente, a partir de la salida de la convertibilidad. La idea, evidentemente, los aterraba.
Lo que dijo Moyano ese día lo volví a escuchar, casi dos años después, en boca de analistas políticos y economistas que diagnosticaban, no ya las posibles salidas a la crisis, sino las causas de por qué no pudo evitarse. Agoreros que se regodeaban con la idea de repatriar a Cavallo para terminar la gesta que había empezado en su momento y no había podido terminar: dolarizar la economía argentina de una vez y para siempre.
La gravedad, la hondura del desastre social, político y económico, que se desencadenaría a partir de diciembre de 2001, no se los permitió.
Pero el Moyano post 2001 sería claramente consecuente con lo que dijo esa tarde de 1999. Y tampoco se abrazaría al caudillo bonaerense que, aunque por la ventana, terminaría por llegar a la presidencia. Moyano esperó un poco más. Hasta que apareció Kirchner.
Moyano es uno de los pocos dirigentes obreros peronista -de peso- a los que no podía acusarse de haber participado de la fiesta menemista. Fiesta que consistió, en este caso, en una invitación a sentarse a una mesa ajena por un mendrugo, a cambio de su apoyo a la venta masiva de activos públicos y a dejar en la calle a un tercio de la población económicamente activa. Una mesa en la que no tenían nada para jugar, sino todo para perder.
Fiesta que casi terminó aniquilando al propio movimiento sindical.
A partir de 2001, Moyano, se sumará a otra cruzada: la de reconvertir a ese sindicalismo en extinción en otra cosa y recuperarlo para la política.
Pero para eso, había que hacer dos cosas. La primera, bancar la parada que les imponía el crecimiento exponencial de movimientos políticos de desocupados. La segunda, buscar poder allí donde lo hubiese, para lo cual, se convirtieron en empresarios.
Moyano hizo las dos cosas. Y no fue el único. En realidad, es algo que, de una forma u otra, de manera más o menos consistente, hizo el movimiento sindical argentino que terminaría reflotando su poder político perdido.
El final de la convertibilidad, tal como ocurrió, llevó al desmantelamiento progresivo del esquema de prestación de servicios públicos a través de empresas privadas. Y en ese gesto propuesto especialmente por Kirchner a partir de 2003, es donde juega su primer gran partido ese nuevo sindicalismo.
Las nuevas empresas estatales que se hacen cargo de garantizar la continuidad de la prestación de los servicios públicos (agua, transporte, correos, luego aerolíneas, etc.), estarán manejadas por el Estado y los trabajadores. Los gremios, en todos los casos, se ponen las empresas encima. La condición indispensable para que esto se sostuviera sería contar con recursos; y los tuvieron. El traspaso de fondos hacia las obras sociales sindicales será progresivamente gigantesco.
Después, lógicamente, crecieron. Sólo les quedaba crecer.
Y esto es, en definitiva, como en todos los órdenes, lo que más problemas trae. Y en este caso, también, lo que marca los límites de este modelo sindical.
Por un lado, han logrado salvarlo; han garantizado un modelo de crecimiento productivo y socialmente inclusivo; han penetrado políticamente las estructuras de poder; y, a la vez, se han convertido en empresarios que deben velar por intereses que, por historia, origen y legitimidad, no les pertenecen.
Cómo seguirán (y –fundamentalmente- con qué recursos, una vez que empezada la pulseada por los fondos para las Obras Sociales sindicales), a partir de esa ubicación socio-política, y al margen de que Moyano permanezca o no como cara visible en la cúpula cegetista, es la pregunta que comenzó a desandar el kirchnerismo post Kirchner y que aún no tiene signos de una respuesta clara y que pueda tirar para adelante todas las disputas internas que se avecinan.


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